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  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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El periodista canalla

Un (ante)panegírico del autor estadounidense Tom Wolfe, padre del llamado Nuevo Periodismo, que murió la semana pasada, a los 88 años.
El periodista canalla



Como tantos otros ingenuos estudiantes de Comunicación, a Tom Wolfe llegué por una confusa leyenda en torno al Nuevo Periodismo, que convertiría automáticamente en escritor a cualquier periodista que contara la realidad con herramientas propias de la literatura. El libro en el que desmenuza y confecciona una antología de ese movimiento, que no inventó él ni sus contemporáneos estadounidenses, pero que sí bautizó, lo hallé tiempo después, ya estando fuera de la universidad. Lo leí, lo disfruté y hasta le encontré alguna utilidad, aunque más para perorar y dar clases que para escribir. Me aprendí algo de ese su recetario de construcción de escena por escena, de relación de gestos cotidianos, etc., etc.

Sin embargo, no fue ese el primer libro de Wolfe que cayó en mis manos ni el que me resuena con más fuerza ahora que el autor estadounidense ha muerto. Antes me topé con un volumen poco conocido titulado El periodismo canalla y otros artículos (editado en español en 2002 bajo el sello Punto de Lectura), que mi viejo había comprado seguramente para intentar sintonizar con las (desafortunadas) elecciones profesionales de su hijo. De esa otra antología, que leí de forma muy dispersa y desordenada, me atrapó –cómo no- su título y el capítulo final, dedicado a un artículo que Wolfe había publicado –en dos partes- a mediados de los 60 en la revista New York (del Herald Tribune), con el ánimo de ridiculizar al entonces director de New Yorker, William Shawn, y de esa manera ilustrar la decadencia que, a su nada modesto entender, enfrentaba la prestigiosa revista de marras.

Complementados con un prefacio y un posfacio, las dos partes del artículo son un estupendo inventario de las múltiples formas que podía adoptar la afiladísima pluma del autor de La hoguera de las vanidades. Concebido como un perfil fallido de Shawn, un periodista que –dispara Wolfe- nadie conoce y está tan abocado a conservar el legado de Harold Ross (fundador de New Yorker) que ha convertido la publicación en un museo de muertos vivientes, el texto está más cerca de un libelo ejemplar que destila ponzoña y elegancia en dosis iguales. Una diatriba tan bien escrita que, cuando no desata la carcajada abierta, produce una malsana envidia. Y si es así, es porque, como todo gran arte, en su escritura importa tanto o más que lo que dice, el cómo. Porque, antes y sobre todo, el narrador oriundo de Richmond (Virginia) era un maestro del estilo. Todo él era estilo. Desde su intachable vestimenta (eterno traje blanco de tres piezas) hasta su desopilante prosa (tan comprometida con el habla cotidiana y salpimentada de onomatopeyas y neologismos). Un estilo que, a tono con sus propias palabras, cabría calificar de canalla.

Además de haber bautizado y cultivado el Nuevo Periodismo, Tom Wolfe fue un prominente periodista canalla. En un contexto gobernado por la corrección periodística, que predica a gil y mil las sentencias de Kapuscinski sobre la conveniencia de que los periodistas no sean cínicos y sí buenas personas, no deja de ser pertinente reivindicar la figura del periodismo canalla que encarnó el autor de Lo que hay que tener. Canalla no solo en el sentido maledicente del término, sino también en el que connota una audacia cada vez más infrecuente. A Wolfe no le temblaba la mano ni la lengua cuando se trataba de arremeter contra las vacas sagradas de la intelligentsia estadounidense. No se guardaba sus opiniones y pareceres sobre todo lo que hediera a decadencia y fatuidad. Si provocaba, lo hacía con enjundia y estética. Se despachaba con igual virulencia contra la “izquierda exquisita” como contra la novela en tanto género literario hegemónico. Y lo peor/mejor es que lo hacía con una elegancia, inteligencia, erudición e irreverencia que, aun atentando contra las convicciones de uno, cabía y aún cabe aplaudir.

Porque Tom Wolfe, al igual que otros varios contemporáneos suyos también adscritos al Nuevo Periodismo como Capote, Mailer o Thompson, tenía el talento de saber nombrar las cosas –no en vano le acuñó el nombre a un movimiento que transformó la forma de hacer y entender el periodismo en la segunda mitad del siglo pasado- y las nombraba con un desparpajo irreverente que asombraba a compinches y detractores.

Así que, si me dan a elegir, más que con el dandi enfundado en impoluto traje blanco, prefiero quedarme con el canalla de alma oscura, labia envenenada y pluma alegre que tenía estilo para, y no temía, decir las cosas como son.

Periodista – [email protected]