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La ceguera que no se esfuma

La ceguera que no se esfuma



Existe una ceguera de la cual no podemos despojarnos. Los intentos son vanos, nuestros ojos están cubiertos por una masa oscura que apenas nos deja ver sombras, contornos, despojos de la realidad. Y así coexistimos. (Nos) Odiamos, amamos, aceptamos o rechazamos. A base de la oscuridad que nubla nuestra mirada.

La ceguera del jaguar, la novela inédita de Rodrigo Urquiola Flores, joven escritor paceño con más de una decena de premios nacionales e internacionales, se presenta como una obra intensa, vigorosa, donde distintas voces mutan cada vez que pueden, viajan, se transforman, se reconstruyen. Todas cegadas por aquello que no deja ver la “realidad”.

Urquiola es mi tocayo y amigo. Debo decirlo. Pero aquello no influye en esta reseña, porque los que han leído sus novelas y cuentos anteriores se pudieron dar cuenta de la calidad de su trabajo. Y las congratulaciones no le fueron regaladas (es el más reciente ganador del Premio Nacional de Cuento Franz Tamayo por su obra Árbol, próximo a publicarse). Fueron fruto del esfuerzo y talento de un narrador nato, de apenas 31 años. Es más, esta novela que ahora se reseña fue Mención de honor en el Premio Nacional de Novela del año pasado.

Urquiola gentilmente me prestó la novela antes de estar publicada oficialmente –me la entregó en papeles bon tamaño carta en un anillado negro–, en una especie de entrevista (nunca encendí la grabadora) en el patio de su casa en Santa Fe (zona que convirtió en mítica por ser casi siempre el espacio donde se desarrollan sus historias), rodeados de dos pilares de libros que sacó en medio de la charla, con Coca Cola y luego mate. Conversamos unas horas. En ese patio donde en una esquina hay un ropero, el suyo, repleto de libros, además de los muchos que están apilados en una mesa ancha en su dormitorio.

En la plática salió lo de la significación de la escritura en Urquiola. ¿Por qué? Porque a pesar de ser un “tópico”, como pregunta, en La ceguera del jaguar existen párrafos destinados a intentar responder aquellas inquietudes.

Transcribo un poco:

–Quiero buscar a Dios sabiendo que no lo encontraré y por eso quiero escribir.

–¿Vas a escribir sobre Dios?

–Eso no. Pero pienso en Dios como una invisibilidad que hemos hecho a nuestra semejanza para explicar nuestra vida. Y lo único que nos dice que vivimos alguna vez es la memoria. Escribir es buscar en la memoria. Y por eso quiero escribir. Para mí. Para leer cuando quiera recordar a mi madre. Para no sentir rabia cuando piense que un Dios cualquiera se la ha llevado tan lejos. Para no sentir bronca cuando recuerde que se mismo Dios no ha hecho nada por sanarla cuando ella estaba tan enferma y eso que ella creía tanto en él.

–¿Qué vas a escribir sobre tu madre?

–Sus historias. Lo poco que conocí de ella, nada más. Lo que alguna vez me contó. Eso.

Y la escritura, piensa Dimas, y la escritura. Fotografía de lo que no fue, pero que, al leerse, será. Búsqueda. La vida que no se vivió pero que de alguna manera terminó sucediendo; ¿dónde?, no importa. En la escritura, cree, está la última verdad de la memoria, ese terreno precario. Incluso aquella que podría haber sido disfrazada de mentira sólo porque no hay otros registros de que hubiera ocurrido.

La Ceguera del jaguar es, por así decirlo, un “manifiesto” acerca de lo que significa la escritura para Urquiola. O al menos lo que piensa uno de los personajes de la novela. No siempre es lo mismo, por supuesto, pero también es estratégico: traspasar las inquietudes hacia el ser creado. Y no sería el primero en hacerlo, por supuesto. Ni el último.

Una novela con cuatro personajes, cuatro voces, cuatro miradas del mundo. Todas unidas de varios modos, quizá principalmente por el deseo de viaje, de cambio, de avance o retroceso. De reformar la identidad, o retornar a una máscara anterior.

Dimas Cuéllar, Mariana, Deterlino Flores e Hilda son los nombres de los cuales las palabras nos cuentan sus historias. Un muchacho que ante la muerte de su madre decide ir en busca del padre que los abandonó y al parecer vive en el Chaco; la madre, Mariana, que respira el aire nuevo que le exige su cuerpo invadido por el ser que ahora la habita en años de dictadura; un anciano que delira sentado en una piedra al borde de un barranco, que “recuerda” su campaña en la Guerra del Chaco y su encuentro con un jaguar; una mataca que intenta escapar del padre que la violenta, huir del destino que se le ha impuesto.

La novela transcurre en diferentes registros temporales donde los personajes involucionan o evolucionan, mutan el nombre como mutan el alma, incluso los recuerdos, aquellos fragmentos del cerebro tan frágiles de ser vulnerados (“No se puede dejar abandonada la memoria cuando a uno le place, te persigue (...) te mueves y, con tus movimientos, como si tuvieras un hilo invisible atado a esos irises secos, caminan los ojos detrás de ti”).

La novela nació de un cuento “fallido”. El de Dimas (con un nombre diferente) en búsqueda de su creador. Y así, de lo que no “resultaba”, según Urquiola, nació el escrito, pero creció, se transformó, albergó nuevos tonos y se convirtió en lo que hoy es: una novela polifónica que estremece.

La roca donde se sienta Deterlino cada día para ver el río, para recordar y observar su ambiente, el mundo que lo rodea (similar a la piedra gigante donde Fermín reconoce y se apropia de su territorio, el personaje de la novela Rastrojos de Manuel Vargas), como metáfora de la alimentación de la narrativa.

Porque como a un hijo o a varios (“Ya no estás sola, ya no estás sola”, le recuerda cada vez que puede su madre a Mariana, embarazada), Urquiola entiende que sus creaciones son rastros de su cuerpo, ramas de un árbol que cuentan una historia en común, la suya, su biografía, como toda literatura leal, la que es capaz de conmover y deslumbrar.

La ceguera del jaguar verá la luz en un tiempo indeterminado, según el autor. Sea por el medio que sea, el libro de Urquiola promete “impactar” la novelística nacional. Los futuros lectores me darán (o no) la razón

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