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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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[La Lengua Popular] Wagner, Tannhäuser y Baudelaire

[La Lengua Popular] Wagner, Tannhäuser y Baudelaire



“Tannhäuser” es la quinta ópera de Richard Wagner. Está basada en el poema germánico del siglo XVI “Das Volkslied vom Ritter Tannhäuser” (La leyenda popular del caballero Tannhäuser). Este relato versa esencialmente sobre la negativa del Papa de conceder el perdón al caballero que se había entregado a los placeres del amor carnal de la Diosa Venus que, según esas mismas leyendas germánicas, vivía en el Hörselberg (Venusberg/Montaña de Venus), en Turingia. La obra dramática y la leyenda, fuente inagotable de sugestiones en sí mismas, nos permitirán, esta vez, eclipsar al creador y concentrarnos justamente en el hechizo provocado por la creación. Más allá de la magnitud de su totalidad y completitud como obra, la creación nos permite experimentar la belleza inefable de los efectos y sugestiones anímicas provocadas por ella.

A todos nosotros, tan alejados de la sensibilidad operística, cualquier aproximación a ese ámbito no nos parece más que una excentricidad extemporánea y tortuosa, mucho más tratándose de Wagner. Pero, insisto, en ese “quedar a oscuras” de nuestra aproximación operística, las intuiciones provocadas por el maestro disparan y aciertan al “corazón universal del hombre”. Y, como afirmaba Baudelaire en su soberbia obra en prosa Tannhäuser en París, es justamente en la historia de este corazón que el poeta dramático encontrará cuadros universalmente inteligibles. Cuadros que son un esfuerzo del espíritu humano por aclarar el enigma del universo, por entender el sentido último de la existencia humana.

No por nada, el propio Wagner insiste en esta decodificación de los tumultos anímicos cuando dice que “El único cuadro de la vida humana que se llama poética es aquel donde los motivos que no tienen sentido más que para la inteligencia abstracta dan lugar a los móviles puramente humanos que gobiernan el corazón”. Estos móviles son sentidos, creo yo, independientemente a cualquier tipo de sensibilidad especializada o devota. Si vemos una ópera como una mera representación, invariablemente estaremos perdidos desde un principio. Más bien, se trata de un proceso de interiorizar, contemplar, sentir y vivir sugestiones.

Me disculparán este prólogo tan largo para un artículo tan corto. Pero sucede que es demasiado sencillo estrellarse contra Wagner y la ópera si uno no comprende la esencia de este arte: la “Gesamtkunstwerk” (obra de arte total) wagneriana.

La música dramática expresa el sentimiento y lo adapta con la misma exactitud que la palabra, pero evidentemente de otra manera. Es decir, se trata de expresar la parte indefinida del sentimiento que la palabra, demasiado positiva, demasiado limitante, no puede dar, y, a partir de ahí, demostrar que la verdadera música sugiere ideas análogas en cerebros, o más bien, en corazones diferentes. Por eso, insisto en que, para escuchar a Wagner, hay que saltar. Saltar de lo conceptualmente inteligible a lo irracionalmente universal, pero esclarecedor en cada gesto, forma, decibel y color. Bueno pues, saltemos.

No sé si nos es permitido traducir lo intraducible por esencia, pero a veces, y solo a veces, el sacrilegio es válido y legítimo, cuando la sugestión es tan jugosamente apetecible, aunque abismalmente inalcanzable.

“Tannhäuser” es una historia de redención y de lucha entre el amor terrenal y el amor divino, entre el Venusberg y el milagro de la redención, entre el canto religioso y el canto voluptuoso que, al final, solo al final, encuentran su ecuación. Ya en la obertura de la ópera, luchan y conviven ambos principios dicotómicos. Y, nuevamente, nadie mejor que Baudelaire para golpear tan bien con su prosa y llevarnos de la mano a un horizonte donde todo, absolutamente todo, tiene sentido: “Tannhäuser’ representa la lucha de dos principios que han elegido al corazón humano como principal campo de batalla, es decir, de la carne con el espíritu, del infierno con el cielo, de Satanás con Dios”. Todo en la obra, la música, la plástica, el texto y la combinación de ellos, refleja esa lucha indefectible entre ambos principios y la imposibilidad de victoria definitiva de alguno de ellos (por suerte).

“El canto de los peregrinos” aparece primero, con ese intervalo de cuarta (Si-Mi) que nos predispone, casi con autoridad de ley suprema, como señalándonos el camino y el verdadero sentido de la vida, el fin del peregrinaje universal, es decir, Dios. Pero inmediatamente después, musical y dramáticamente nos golpea esa sensación de fuga de esa ley suprema, debido al influjo de una Venus. Ella hace que Tannhäuser y nosotros mismos nos veamos ahogados por otro sentimiento, el de las concupiscencias de la carne. La santidad reinante es sumergida de este modo por los efluvios y suspiros de la voluptuosidad. “La verdadera, la terrible, la universal Venus se establece ya en todas las imaginaciones”. “Decaimientos, delicias mezcladas de fiebre e interrumpidas por cortadas de angustias, vueltas incesantes hacia una voluptuosidad que promete apagarse pero que no apaga nunca la sed; palpitaciones furiosas del corazón y de los sentidos, órdenes imperiosas de la carne, todo el diccionario de las onomatopeyas del amor se hacen escuchar aquí”. Poco a poco y lentamente, el tema religioso reaparece por gradaciones y absorbe al canto voluptuoso, en una victoria susurrante, vaporosa y mística. Desde los primeros compases de la obertura, hasta la abrumadora sentencia en ostinatos de los violines en el canto voluptuoso, los nervios vibran autónomamente, como si toda la carne que los recuerda se pusiera a vibrar.

“A las titilaciones satánicas de un amor vago suceden enseguida incitaciones, deslumbramientos, gritos de victoria, gemidos de gratitud, y luego alaridos de ferocidad, reproches de víctimas y hosannas impías de sacrificadores, como si la barbarie debiera siempre tener su lugar en el drama del amor y el gozo carnal conducir por medio de una lógica satánica ineluctable, a las delicias del crimen. Cuando el tema religioso, invadiendo a través del mal desencadenado, viene poco a poco a restablecer el orden y a retomar la influencia, cuando se dirige nuevamente con toda su sólida belleza, por encima de este caos de voluptuosidades agonizantes, toda el alma experimenta algo así como una frescura, una beatitud de redención”.

Al inicio, me preguntaba si es que era legítimo intentar traducir lo intraducible. Pues bien, creo que, como vimos, Baudelaire vale el sacrilegio. Es tan magistral lo expresado por Wagner y por Baudelaire, palabra y música, música y palabra, que es casi inconcebible imaginar otra manera de decirlo. O una mejor manera de expresarlo.

Para finalizar, nos interrogamos: ¿De dónde sacó Wagner un conocimiento tan absoluto de la parte diabólica y celestial del hombre? Y, con el poeta francés, respondemos: “Todo cerebro bien conformado lleva en él dos infinitos, el cielo y el infierno, y en toda imagen de uno de estos dos infinitos reconoce súbitamente la mitad de sí mismo”.

Filósofo - [email protected]