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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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[La Lengua Popular] El arte de perder

[La Lengua Popular] El arte de perder



Escucho La huida de los amantes por el valle de los ecos, de Leo Brouwer, y, en la medida que descienden las espirales, medito sobre la aplastante y enceguecedora necesidad de escribir y relacionar absolutamente cualquier reflexión a la abrumadora y angustiante idea que en éstas últimas semanas demanda su soberana exclusividad dentro de mi mente. En una especie de encuentro sin retorno, aquella idea se disemina, y condensa su humedad en cada momento vivencial, en cada sensación, en cada cavilación. Es una idea que oscila, entre la obligación de vivir con el recuerdo y la necesidad de vivir en el olvido.

Dicen que los ojos revelan todo. Pues bien, cuando ves los ojos de una persona con Alzheimer, que es el caso de mi padre, los ojos revelan todo y nada al mismo tiempo. Una mínima parte de la vida de ellos que está en nosotros los reconoce, pero, ¿qué pasa con el resto? ¿Qué pasa con esa otra parte que ellos mismos no reconocen? Es precisamente, en esta relación paradójica, que me reencontré con el trabajo de la increíble artista plástica alteña Rosmery Mamani Ventura, y para ser más específico con sus retratos. Esos “rescates de memoria” tan abrumadoramente llenos de contenido y significado. El relieve de todos los retratos de Mamani entrega todo lo contrario a un holograma del olvido, y muestra una profundidad abismal y, por sobre todas las cosas, nos transmite memoria. Memoria que comprime, en el rostro de un anciano o de una ancianita, décadas de alegrías, sufrimientos, encantos y desencantos. Y ese caudal se nos es entregado para que “desde fuera” le demos una forma y una identidad.

Los que padecen esta enfermedad infernal entablan una lucha contra el olvido, lucha que, de antemano, saben que está perdida. Y surge la pregunta: si se nos olvidara lo que fuimos e incluso lo que somos, ¿quién seriamos? ¿La verdad, nuestra verdad, nuestro auto-reconocimiento existencial en qué se fundamenta? ¿En nuestros recuerdos?, ¿en nuestro pasado? o, al contrario, ¿será posible que esté en nuestro presente? ¿Será que somos lo que somos porque un día fuimos? O nuestra autodefinición se circunscribe a nuestra circunstancia y a nuestra vivencia, sin pasado y sin futuro. O quizá, consista en hacer evidente lo oculto como en la alêtheia heideggeriana. No lo sé. ¿La verdad será aquello que no se olvida? Y en esta lógica, ¿ser sería, el no-olvido? Pero, ¿dónde se encuentran los que olvidan y comienzan a olvidar todo? ¿Dónde hallamos la verdad, su verdad y, por sobre todas las cosas, dónde la hallan ellos?

Al acudir a las metáforas del olvido surge la formulación griega de la dualidad representada por Lete y Mnemosine, Olvido y Memoria, como emblema mítico de esa correlación. Uno y otra son conceptos antitéticos inseparables, cuyos fluentes límites, como los de la línea del mar en una playa, traen consigo, a cada retroceso de la una, un avance proporcional del otro, y viceversa. Pues bien, la sensación de la inminencia del olvido total, de la pronta extinción de estos límites, debe ser un verdadero infierno.

Es un “arte de perder”, que inicialmente es pavorosamente consciente. Pero, cuando uno se interna en ese “no-lugar” que representa el olvido, se encuentra con que, sin querer, uno ha dominado, o más bien debe dominar el arte de perder, el arte de perderse. Por lo menos eso es lo que yo creo al ver la vida de mi padre. Julianne Moore, en la película Still Alice, retrata muy bien este recorrido irremediable hacia el olvido. Alice es una lingüista que es diagnosticada con un tipo de Alzheimer precoz. Moore nos muestra cómo, gradual e irremediablemente, su ser se desvanece al ver que sus recuerdos que definen su identidad se desangran sin remedio cada día. En un discurso para otros enfermos, en sus últimos destellos de lucidez, dice lo siguiente: “La poetisa Elizabeth Bishoponce escribió: ‘no es difícil dominar el arte de perder: tantas cosas parecen destinadas a perderse que la pérdida de estas cosas no constituye un desastre’. Yo no escribo poesía. Yo soy una persona con Alzheimer precoz, y como tal estoy aprendiendo el arte de perder a diario. Pierdo mi capacidad de orientación, pierdo objetos, pierdo el sueño… Sobre todo pierdo recuerdos. Acumulé recuerdos toda mi vida. De alguna manera se convirtieron en mis tesoros más preciados. La noche en que conocí a mi esposo, la primera vez que tuve un libro de mi autoría en mis manos, el nacimiento de mis hijos, el primer encuentro con mis amigos, mis viajes por el mundo…Todo lo que junté en la vida, todo por lo cual trabajé tanto, todo eso está siendo arrebatado. Como imaginan o como saben, esto es un infierno. Un infierno que empeora”.

Los retratos de Rosmery Mamani poseen una capacidad de “rescatar memorias” de ese infierno que debe ser una soledad sin recuerdos. Plasman en esa soledad vidas enteras de significado. La minucia de relieves y detalles que reproduce nos ayudan a descifrar las vidas de sus retratados. Y eso para mí es un consuelo, ya que veo cómo cada día voy perdiendo a mi padre. En ese refugio autoimpuesto, creo que la única forma de reconocer lo que un día fue mi padre es tratar de “leerlo” y extraer del lienzo que representa su presencia y su rostro, todo lo que fue y en consecuencia todo lo que es.

Mamani consigue retratar magistralmente los recuerdos, las memorias, la verdad, la vida. Y de alguna forma esos rostros y aquellos seres obligados a aprender el “arte de olvidar” son rescatados. O más bien, su entorno es rescatado de la ineluctable realidad, cuando reconocemos, allá, bien al fondo, que por lo menos, en nosotros, su ser se mantiene íntegro de alguna forma. Quién fue, a quién amo, por quién fue amado, lo que vivió, por lo que luchó, lo que hizo bien y lo que hizo mal. En esencia todo lo que él es, pero de cierta forma dejó de ser.

Parafraseando a Amadeu do Prado, de la película Night Train to Lisbon, “viajamos hacia nosotros mismos (hacia nuestro reconocimiento) al ir hacia un lugar donde vivimos parte de nuestra vida, sin importar lo breve que haya sido, pero para viajar hacia nosotros mismos debemos confrontar a nuestra propia soledad”. Pero si esta soledad es una soledad sin recuerdos, solo seremos, en el recuerdo de los que nos amaron, en un futuro abierto y sin forma, ligero como el aire en su libertad, pero a la vez pesado como el plomo de la incertidumbre. Su olvido vive en nuestro recuerdo.

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