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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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[LA LENGUA POPULAR]

Algo en que creer

Algo en que creer



La Almudena Grandes, en el prólogo que escribe para su monstruosa novela Las edades de Lulú, acierta quirúrgicamente escribiendo unas líneas acerca de la madera que contiene el vino de un artista. Es decir que describe la labor del padecimiento por la creación. En palabras de la Almudena, “(…) la literatura no tiene que ver con las respuestas, sino con las preguntas. Un buen escritor no es el que intenta iluminar a la humanidad, respondiendo a las grandes cuestiones universales que angustian a sus congéneres, sino es el que se hace preguntas a sí mismo y las traslada en sus libros al lector, para compartir con él quizás no lo mejor, pero sí lo más esencial que posee. Desde este punto de vista, las certezas son mucho menos valiosas que las dudas, y las contradicciones representan más un estímulo que una dificultad”. 

La importancia del surgir una pregunta, a través de la observación del quehacer y el acontecer del vigor en una faena, es lo que básicamente convierte al individuo entregado a su vida cotidiana en un ser extra-ordinario. Por eso que la expansión en la definición de un artista es de vital importancia para que de arte se pueda hablar. Si estrechamos el trabajo por el acabado de catálogo para la definición de un artista, probablemente no encontraríamos ninguna madera con el contenido suficiente de vino que nos pueda emborrachar. Como decía el abuelo, sin gozar del privilegio ahogante del barril para qué vivir. Por lo menos en la Lengua Popular intentamos contentarnos con una sutil embriaguez pop de selfie Facebook. Si vamos hablar, queremos hablar de ese todo que nos da algo en qué creer.

El pasado sábado 11 de julio nos dimos cita nocturna al parecer en el único lugar de la ciudad en el que se puede ver las peleas de la UFC, la cevichería Lula, para la pelea por el título de peso pluma del Irlandés Conor Macgregor (The Notorious) contra el estadounidense Chad Mendes, contrincante que sustituyó al campeón lesionado Aldo Silva (Brasil).

Faltarían palabras para halagar el nivel del espectáculo que significó cada pelea anterior a la estelar. Me basta con decir que cada minuto de cada round estaba diseñado para levantar cada grado de entusiasmo en cualquier espectador.

Entre apuestas, humo y el olor a aceite de pescado que bañaba el pequeño local, me era imposible no pensar que estábamos presenciando en primera fila una noche con toda la furia de salvajes marineros. Una noche en la que nos preparábamos para mirar de cerca cómo se articula la pesadez de la estructura comercial de un show con la delicadeza rústica del carisma de artistas reposados en la verticalidad del rayo.

José Pellón, el escritor, músico y surfista punk, hace una aclaración que siempre me ha parecido de una genialidad rubricada con el sello seco que permite autentificar los escenarios en los que aparentemente nada está pesando, lugares exentos del papa revolucionario, de la “mística sabia” de la periferia o del patetismo vinculado con la inspiración de la careta de artista maldito. Pellón en la boca de Nico Suárez, el guitarrista existencial-burgués-adicto de la banda punk Peggy Caserta, trata de encontrar un sentido que pueda sostener el argumento de toda una generación libre de desapariciones y pólvora y cómodamente situada en la falsedad de un activismo virtual (redes sociales). Nico se siente seducido por el terrorismo, porque la guerrilla le parece de alcoba, de clicks y bloqueos de exnovias. En cambio, la primera opción le permite descubrir que en el lugar vacío donde hipócritamente a través del discurso clase media se pierde “disciplina” más bien él y el resto de los marineros, o kamikazes con los que comparte una cuba, una Heineken o un Camel, le permite descubrir que, tarde o temprano, el vigor por el sueño que hace del frío de la montaña una obra de arte terminará rifado por las traiciones, obligaciones y consignas del cuento del bussines. “Creo que formábamos parte de una generación que nunca tuvo nada contra lo que luchar excepto contra nosotros mismos”.

La radiografía de Pellón acerca de lo que termina describiendo la colectividad de una generación que a la vez puede ser muchas otras generaciones, solo hace que nos fragmentemos y nos reinventemos a partir de la narración de lo mismo vivido, pero constantemente recordado diferente. El mayor tema de nuestra guerra probablemente sea la ausencia, el peligro abismal de no volver a vernos, a verla, al olvido, a olvidarla, pero de día pero en la sombra.

Cuando nos dividimos de la estructura de lo formal y nos encauzamos en una vertiente diferente, cuando creamos y también nos observamos reconociendo el vigor de la posibilidad en lo imposible, surge irremediablemente el movimiento más cabal y humano de todo principio, ese que incita al daímon a preguntar con la misma frescura que el dedo que se desliza sobre el vidrio empañado. Cuando la pregunta ha sido lo suficiente es que encontramos en esa presencia un motor, un ídolo, una verdadera sensación de congelamiento, aunque sea solo en la yema de un dedo. Norman Mailer, en la lúcida novela Los tipos duros no bailan, retrata el paisaje del empedrado de esas rupturas que vamos consintiendo. Pero lo más importante es siempre escribirnos y volver a leernos, siempre disfrutarnos en ese no hacer nada, para volver a preguntarnos.

“Cuando dejas de ser un hombre de una pieza para ser solamente un conjunto de fragmentos, cada uno de los cuales va a su aire, el acto de recordar mediante la lectura de lo que escribiste cuando tenías plena identidad (incluso en el caso de que esta fuera ficticia), tal vez pueda volverte a unir, aunque sólo sea durante un breve período, y así ocurrió mientras leía aquellas páginas, pero tan pronto terminé de leerlas sentí las punzadas de un viejo dolor”.

Cuando apareció Mcgregor en la jaula fue un volver a leernos, fue un acto de terrorismo, fue observar la garra de dos atletas haciendo que las certezas sean mucho menos que las dudas, permitiendo que las contradicciones sean más un estímulo que una dificultad. Chad Mendes dominó muy bien la pelea y, cuando aparentemente surgía nuevamente el crepúsculo de los ídolos (me refiero a la caída de Caín Velázquez), faltando cinco segundos para terminar el round la colisión entre puño irlandés y mandíbula gringa fue suficiente para tener un nuevo campeón.

El encuentro terminó enseñándonos que una pelea se materializa por el vigor en el trabajo y no por la consigna, que son suficientes minutos para estrellarnos contra el borde de lo eterno, que los golpes hay que aprender a darlos, a evitarlos, y si la cosa se pone jodida, a encajarlos; que no solo está el respeto por el contrincante, sino la lealtad por su oficio. Los valores se reflejaron en el fraternal abrazo de los dos golpeados y ensangrentados competidores. Solo escuché unos gritos, un ¡Salud! profundo, el golpe en la espalda del motoquero de La Lengua. Hice una pregunta y me refugié en la enmarañada cabellera rubia que siempre está en mis labios. Confirmé que había algo en qué creer. También había un nuevo campeón.

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