Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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SENTIDO COMÚN

Ciudad que me agobia

Ciudad que me agobia
Desde que me levanto, percibo ardor en la garganta, y desde mi ventana distingo el humo negro de la contaminación, no sin antes recordar que no pude dormir desde las tres de la mañana por el ruido ensordecedor de los aguateros madrugadores. Deseo firmemente que se vayan, para descansar sin ruidos.

Pero antes de salir, ocurre algo, la ducha no funciona. Es que el agua se terminó porque Semapa nos cuenta las gotas, y me pregunto por qué tenemos que seguir pagando altas tarifas. Pero, ¡oh! sorpresa, veo en la televisión peleas inacabables de los responsables de dar agua a los ciudadanos. Qué pena me da saber que Misicuni ya se concluyó y tiene agua para distribuir, pero que no nos llega porque las tuberías son muy viejas, obsoletas, o porque las nuevas no fueron construidas cumpliendo los requisitos técnicos necesarios. No se asumen valientemente los errores.

Al salir a la calle, siento el mal olor dejado por los orines de los choferes de trufis, que están ahí en su parada, que no tienen baño y que permanentemente están ubicados en las puertas de los garajes, perjudicando el apuro de los que tienen que marcar tarjeta en sus trabajos.

El trufi (porque ya no hay micros) que cubre el barrio viene a la muerte de un obispo, mejor dicho nunca lo puedo tomar, por eso sueño con que algún día tengamos en Cochabamba unos buses grandes o, mejor, tranvías. Cualquier transporte sería mejor si el conductor diera muestras de ser educado, si no gritara a los niños y no los hiciera llorar, sin ponerse a discutir con las viejitas que solo pagan 1.50 bolivianos. No deben parar donde se le antoja, creando congestionamientos sin motivo. Cómo me molesta que las movilidades hagan rechinar sus bocinas frente a alguno que está cruzando la vía, o aquellos que te insultan desde el bunker de sus motores y que luego se escapan con la sonrisa en los labios.

Luego, al caminar, compruebo que aparece la construcción de un nuevo edificio en la cuadra y, como es costumbre, todos los arbolitos volaron. Entonces siento el sol que calcina mi piel y mis ojos, y veo paisajes grises.

Las calles están llenas de vendedoras y reflexiono: ¿dónde irán a trabajar esas mujeres si se las bota? ¿Será que construyendo grandes mercados abastecerán para todas ellas? La verdad es que deberían tener techo y baños higiénicos. Pero aún hay más, soy testigo de violencias en contra de esas vendedoras, de parte de guardias que responden también a una mandamás, y me pregunto: ¿dónde van a parar los decomisos y las multas sin valorados? ¿Dónde está la guardería del mercado? ¿Dónde puedan dejar a sus niños? ¿Acaso los niños y niñas no son el futuro de la patria?

Transitando por esas calles atiborradas de gente, me doy cuenta de que es fácil para los ladronzuelos robar monederos con dinero o celulares, tal como me pasó semanas atrás. Luego veo grandes seminarios sobre seguridad ciudadana y pedimos a gritos queremos una ciudad segura.

Qué preocupante es comprobar que, para las autoridades, es más importante que las admiren por grandes obras de cemento, es más significativo un patinódromo que el cuidado de las plantas y la forestación, es más sustancial un puente, un túnel, una cancha de fútbol o un concurso de belleza, antes que pensar en el bien común de la gente, de las personas, antes de construir centros de cuidado infantil o centros de terapia para ancianitos.

¡Oh!, Dios. Vivo en una ciudad que me agobia y sin esperanzas de que cambie.