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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Iglesia y despenalización del aborto

Iglesia y despenalización del aborto
La palabra “discriminación” se ha vuelto un mantra repetido para conjurar la incapacidad y la ineptitud; una muletilla que se usa a diario para justificar el reclamo absurdo e irracional. Tras la declaración del Vicepresidente, en sentido de que el tema del aborto solo debe ser debatido por las mujeres, surgieron de inmediato las protestas de la Conferencia Episcopal Boliviana, cuyo portavoz —monseñor Pesoa— adujo que excluir a las Iglesias del debate constituye un acto de discriminación.

Además de recordarle al prelado y a todo su piadoso sequito que el Estado por imperio de nuestra CPE (Art. 4) es laico y, por tanto, no esta obligado a legislar consultando el criterio de ningún credo o sistema de creencias espirituales, habría que preguntarse: ¿que de valioso y edificante puede aportar la Iglesia católica al debate sobre el aborto, si ni siquiera existe coherencia y uniformidad en las posturas teológicas y enseñanzas morales impartidas por la jerarquía clerical a lo largo de la historia? En cuestiones tan sensibles como la salud reproductiva, uso de métodos anticonceptivos y enfermedades de transmisión sexual, lo que la Iglesia siempre aportó fue confusión, perplejidad y desconcierto.

La Iglesia pretende adoptar ante sus fieles la fachada de una firme convicción antiabortista, “pro vida”, unánime, uniforme y coherente. La historia del catolicismo demuestra, sin embargo, la existencia de contradicciones, divergencias y ambivalencias en lo tocante a la postura sobre el aborto, al extremo de que, en determinado momento histórico, la Iglesia incluso aprobó esta practica en fases tempranas del proceso de gestación, lo cual contrasta con su recalcitrante posición actual. Entonces, podemos suscribir la idea razonable de que la prohibición del aborto, que ahora se predica con tanto celo y ahínco, nunca se sustentó en el magisterio de la Iglesia, si entendemos por tal la potestad que tiene la jerarquía eclesiástica, y especialmente el Sumo Pontífice, para impartir una doctrina o enseñanza moral, excathedra, como verdad absoluta e infalible. Si no existe una tradición univoca, continua y uniforme sobre el aborto, está claro que este tema no forma parte de las enseñanzas papales infalibles. La posición sobre el aborto es más elástica de lo que parece al interior de la propia Iglesia.

Ahora los clérigos se rasgan las vestiduras y sotanas ante la idea de despenalizar el aborto practicado en las primeras semanas de gestación y, sin embargo, una convicción generalizada que adoptó la Iglesia, durante la Edad Media, y que pervivió incluso en la era moderna, fue la de la “hominización” gradual y tardía que rige el desarrollo embrionario, según la cual el producto de la fecundación y el feto no adquieren la condición de “ser humano”, digno de protección, sino hasta etapas avanzadas del embarazo. San Agustín, uno de los “padres de la Iglesia”, había dicho que “el acto del aborto no se considera homicidio, porque aún no se puede decir que haya un alma viva en un cuerpo que carece de sensación, ya que todavía no se ha formado la carne y no está dotada de sentidos”. Asimismo, en las primeras leyes canónicas del año 1140, compiladas por Gracián, subyace la idea de que el aborto constituye homicidio solo cuando el feto ya ha adquirido forma humana. Los teólogos consideraban, pues, que el proceso de formación del ser humano acontecía 40 días después de la concepción, por lo que antes de ese momento estaba permitido abortar. Tomás de Aquino explicaba, en su “Suma contra los Gentiles”, que es recién cuando al feto se le infunde el “alma racional” que se forma la vida humana propiamente tal.

¿Cómo se explica, entonces, la tozudez de los actuales jerarcas del clero que condenan el aborto en cualquier etapa del embarazo, contrariando el criterio de los “padres de la Iglesia” y de gran parte de la historia del catolicismo? Lo cierto es que el discurso eclesiástico de una supuesta defensa intransigente de la vida esconde otra postura que es la que realmente interesa a la Iglesia y que concierne a la proscripción y condena de la sexualidad libre, no orientada a la procreación. A la Iglesia le interesó siempre penalizar el aborto, no tanto por su connotación homicida, sino más bien porque constituía la prueba de un “pecado sexual” —fornicación, adulterio, prostitución— y un medio eficaz para ocultar las relaciones sexuales “ilícitas”. Por ello, el aborto siempre estuvo asociado a un pecado de libertinaje sexual, antes que a un crimen contra la vida, y las penitencias que imponían los clérigos eran similares en ambos casos, e incluso menos graves en el caso de los abortos.