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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Del amor a los animales

Del amor a los animales
Solo aquel que se ha sumergido en la inmensidad amorosa de unos ojos perrunos que lo contemplan a uno con la más absoluta veneración; quien ha sido acogido al llegar a casa con la más intensa algarabía: gruñidos, saltos, caricias, lengüetazos; quien ha vuelto a ser un niño jugando, rodando, persiguiendo jadeante a una bola de pelos; quien ha recibido en la congoja la pata amiga y el lastimero quejido acompañando su dolor puede dar cuenta del profundo e inquebrantable lazo de amor que puede unir irremediablemente a dos especies distintas.

No puedo entender por qué este amor podría o debiera sentirse culpable. Sé de muchos que le espetan a uno no amar con tanto celo a su prójimo más desdichado; que dicen que, en vez de alimentar a inútiles cuadrúpedos, uno debiera adoptar y alimentar niños abandonados. Pareciera que la razón acompaña a estas protestas, pero ya sabemos los seres humanos que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Curiosamente, el autor de esta cita estaba convencido de que la conciencia de sí y el libre albedrío, y no la razón, era lo que distinguía a los seres humanos de los animales. Y, cristiano como era, suponía que la humanidad, creada a imagen y semejanza de la divinidad, estaba facultada por ella a ser la administradora de la naturaleza y de todo ser viviente para beneficio de sí. Me parece que algo de ese imaginario pervive aún en las personas que son incapaces de comprender que la división de las especies no es algo tan moralmente significativo como para ponerlas en posición de inferioridad, para hacerlas sufrir o ya también para amarlas como a nosotros mismos.

Sin embargo, ese triste imaginario fue superado por otro, el que Descartes nos legó, que hizo del hombre señor y “propietario” de la naturaleza, y quien negó definitivamente que los animales tuvieran alma: estos solo eran autómatas, máquinas vivientes. Voltaire lo refutó vehementemente. Decir que los animales eran máquinas, que carecen de conocimientos y sentimientos, era —para el ilustrado— una pobreza de espíritu de los mecanicistas. Antes de ellos, ya Aristóteles, y luego la escuela de la Sorbona, también reflexionaron sobre la naturaleza de los animales y nuestra relación con ellos. En la actualidad, es Peter Singer quien lo hace certera y contundentemente. Desde su ética práctica, postula que tenemos tanto obligaciones morales de ayudar como de no hacer daño. Desde dicha ética, interpela a una humanidad que hoy más que nunca trata a los animales como a maquinarias útiles y a nuestro servicio.

Empero de todas las reflexiones y los alegatos posibles, hay uno que me deslumbra totalmente. Es el que Milán Kundera esgrime en boca de Teresa, el dulce personaje de “La insoportable levedad del ser”. Teresa piensa que las relaciones entre los seres humanos son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, pero que la verdadera bondad del hombre solo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. Por tanto, la verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Para Kundera, es en esa relación en la que se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás. Sublime, ¿no?