Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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LA COLUMNA DEL DIRECTOR

Reflexiones sobre el miedo y la violencia

Reflexiones sobre el miedo y la violencia
En países como el nuestro donde todavía no se ha producido, plenamente, la revolución industrial, es una exageración o una irresponsabilidad proponer etapas más avanzadas de organización de la sociedad. No es posible, por lo menos es muy difícil, imponer ideas que no corresponden a la realidad. Los costos que algunos pueblos han pagado por la imposición de sistemas elaborados sólo en la proyección intelectual o política de grupos, partidos o personas, han sido muy altos. En la época de Stalin, se calcula un mínimo de diez personas ejecutadas, cada día, por orden de los altos mandos gubernamentales o partidarios. No hay nada, absolutamente nada, que justifique semejante exterminio.

Hitler y las dictaduras derechistas que han impuesto el terror, el desprecio, la brutalidad sirven para comprender que el exterminio se da no sólo como medio para sancionar, cambiar e imponer, sino también para evitar el advenimiento de nuevas concepciones. Lo que hizo o lo que puede hacer la derecha no debe ser la justificación o el descargo de lo que hizo y puede hacer la izquierda. Ese juego que, lamentablemente, se repite aun en los niveles más cultos de la contienda partidaria reduce, estanca, simplifica la lucha por liberar al ser humano de todo lo que restringe su existencia. Las comparaciones, recurriendo a lo peor que existió en ese sector de la cultura, no forman parte de un método correcto de análisis histórico.

La tesis de las transformaciones violentas, en su ejecución trágica y brutalizada, no ha podido ni puede compensar los sacrificios impuestos. Es verdad que la organización política capitalista está fundada en la violencia. El Estado, impuesto a partir del siglo XVIII, se mantiene por lo que militares y policías pueden hacer como parte de su pacto o acuerdo tácito con los políticos que toman el poder. Hay un sistema jurídico que establece las obligaciones de las Fuerzas Armadas, entre otras, la defensa de los gobiernos legalmente constituidos. La validez jurídica es clara en lo que respecta al origen de sistemas basados en procesos electorales de dudosa participación consciente y deliberada de la gente, pero no tiene ningún sustento ni prolongación respecto de lo que dichos gobiernos hacen, en el ejercicio de sus funciones. Los militares y policías, cuando su acuerdo tácito es conveniente para los altos mandos, siempre tienen cobertura jurídica para reprimir, perseguir o sancionar. Después de la ficción electoral, todos los gobiernos se mantienen en el poder por la fuerza institucionalizada de que disponen.

Como parte de la contienda este-oeste del siglo anterior, los activistas se convencieron de la legitimidad de la violencia para derrotar y sustituir un régimen fundado también en la violencia. Las guerrillas, los grupos armados y en proyección más cruel, más dura, más inhumana el terrorismo, los atentados, las inmolaciones de todo tipo, surgieron excitando el descontento de pueblos enteros, la rebeldía de jóvenes, casi siempre predispuestos para la crucifixión, como tránsito a la eternidad. Los siglos XIX y XX, en la contienda de los extremos inevitables, de las dicotomías con que pretendieron simplificar las posibilidades humanas, fueron muy duros, sangrientos, crueles. Ver esos hechos o acontecimientos desde esta distancia civilizada aterra y peor aún nos pone al borde de una negación del espíritu humano, sin salvación posible.

Nunca, los hombres, como en la Segunda Guerra Mundial, habían inventado tantas armas como para exterminar a los demás. Cincuenta millones de ausentes y de cruces exigen, cada instante, una explicacion de esa locura, próxima a los niveles más duros de las manifestaciones objetivas de la naturaleza. Hay momentos y circunstancias en las explosiones volcánicas, en las inundaciones, en las sequías, en la multiplicación incontenible de epidemias, en las que desaparecen pueblos enteros. Simplemente se ahogan, se queman, se extinguen. Las guerras y otros enfrentamientos violentos con diversos motivos y protagonistas, cuando las personas dejan de pensar y renuncian a su condición superior, son parte de un retroceso cualitativo inmenso. Las personas, olvidadas de su conciencia superior, retornan a los procesos antiguos de formación del Planeta y de sus habitantes.

En todo acto violento resurge y se prolonga el pasado, la expresión primitiva de la gente. Los valores de la moral no son suficientes para comprenderlos y menos para catalogarlos. No es simplemente la necesidad de ubicarlos en ámbito del bien o del mal. Lo que hacen los políticos persiguiendo, sancionando, atemorizando a nombre del pueblo y de sus sagrados intereses, se produce en la dinámica de la dicotomía establecida en la lucha de clases, en la contienda por el poder. Desde el poder o en función del poder los límites de los extremos morales se confunden o desaparecen. Hay personas que ordenaron o provocaron la muerte o asesinato de millones de seres humanos, de pueblos enteros, que irónicamente figuran como héroes, como patriotas, como salvadores.

Imponer el miedo, hacer sentir miedo, es un retorno al pasado, a la formación caótica, descarnada del universo, este término parece exagerado, lo utilizo deliberadamente, porque no hay nada mayor en el ser humano que su espíritu. Después de una larga, inmensa, dolorosa ascensión, ahora nos damos cuenta que la lucha no es contra el otro hombre, contra otras personas. Los triunfos y las derrotas en la dinámica trágica de esa contienda, casi siempre, han quedado en nada. Después sólo desolación, sufrimiento, angustia por lo irreparable.

Los pueblos pobres no tienen tiempo ni medios para perderlos en las confrontaciones sociales. Las heridas ni los resentimientos del pasado se curan imitando a los opresores de antes. Sería una de las peores caídas acabar utilizando los mismos pretextos, los mismos medios y procedimientos para perseguir, reprimir y anular otras ideas, otras actitudes. Una tragedia sin posibilidad de triunfo, sin nada nuevo ni esperanzador, es aquella en la que el rebelde, después de su triunfo, invade el escenario con el mismo rostro, con los mismos gestos, con las mismas armas, con la misma risa que el déspota sustituido.

Entiendo, no es fácil ganar la batalla ascendiendo al ámbito en el que se es diferente. Muy pocos, por ahora quizá nadie, podría renunciar a todo lo que fue, lo que tuvo el opresor que hizo sufrir con la violencia de su fuerza, pero también de su vanidad y de sus excesos.